Por la puerta de mi casa suele pasar todo hijo de vecino o, más bien, todo hijo de vendedor; inconvenientes de vivir en un primer piso, supongo. El caso es que, en los cinco años que llevo aquí, he visto testigos de Jehová, vendedores de lotería, vendedores de tomares y un montón de vendedores extraños, pero jamás en toda mi vida esperé que fuese a recibir vendedores de vendedores de cámaras frigoríficas. No estoy mintiendo, eso me pasó ayer a las siete de la tarde, cuando estaba yo tan tranquilo sentado en el sofá y viendo la televisión.
Naturalmente, al principio pensé que se trataba de una tomadura de pelo. El hombre que vino a venderme la moto, o, más bien, la cámara de congelación, iba trajeado, era bajito y tenía una sonrisa que no inspiraba mucha confianza; con lo cual, no era difícil sospechar que todo era una broma. Sin embargo, y a medida que fue hablando -porque lo dejé hablar, con escepticismo e ironía, a ver si acababa metiendo la pata y delatándose-, me lo fui creyendo más; y cuando me dio su tarjeta, me lo terminé creyendo (casi) del todo. Nadie se gasta dinero en una tarjeta solo por gastar una broma.
De hecho, cuando vi la tarjeta me enteré de que él solo era un representante de una nueva tienda de tienda de cámaras de congelación que acababa de abrir justo en mi edificio, al lado mismo del supermercado que tengo a un paso. Entonces lo entendí y, cuando fui a visitar la tienda, lo confirmé: la tienda quería promocionarse en el vecindario. Me sentí un poco culpable por pensar mal del pobre hombre, pero bueno, lo hecho, hecho estaba. Además, era un poco cándido y no muy bueno pillando ironías, así que no hay nada que lamentar. Quién sabe, tal vez pronto necesite comprar algo allí, mi nevera está en las últimas. |